El tema es ampliado y profundizado en el libro
El poder de la estupidez
(junio 2010)

Kali

El poder del oscurantismo


Por Giancarlo Livraghi
gian@gandalf.it
febrero 2005

Traducción castellana de Gonzalo García
febrero 2010

disponibile anche in italiano


Con el “oscurantismo” nos hallamos ante un término difícil, además de una materia delicada. A lo largo de los años, me han pedido en varias ocasiones que investigue la estupidez del “oscurantismo” y la “superstición”. Pueden contemplarse como dos formas de ver el mismo problema, pero creo que es mejor tratarlas por separado, y así lo haré, en este artículo y en uno siguiente.

¿A qué nos referimos cuando hablamos de “oscurantismo” o de “ilustración”? Con frecuencia es algo tan sencillo como carente de sentido: lo que uno mismo cree es “ilustrado”, mientras que el modo de pensar de todos los demás es “oscuro”: erróneo, maligno o ambas cosas. Esto puede ser instrumento u origen de todo tipo de conflictos, desde malentendidos menores (pero insidiosos) a grandes persecuciones, prolongadas y trágicas.

El contraste y la lucha entre la luz del conocimiento y la oscuridad de la represión han existido en todas las etapas de la evolución de la humanidad, desde los orígenes de nuestra especie. Se trata de un conflicto turbulento y complejo que puede definirse de muchos modos, pero que es básicamente el mismo en todas las épocas y todas las culturas. La arrogancia de Prometeo o el riesgo de Pandora. El esfuerzo de Sísifo o la amenaza de la Esfinge.

Todo tipo de mitos y símbolos diversos, en toda clase de tradiciones humanas, que pueden parecernos remotas o desaparecidas, pero que reflejan una realidad tan cierta hoy como siempre. Con una diferencia fundamental, sin embargo: los límites del conocimiento se han expandido tanto, y en fecha aún tan reciente, que estamos confundidos y desconcertados.

Buscamos la certeza pero no podemos dar con ella. Se trata de una oportunidad – peligrosa y traicionera, pasada y presente – para que quienquiera que esté deseoso de alcanzar el poder y el control, nos diga: «Tranquilos, dejadme pensar a mí y limitaos a hacer lo que se os diga y a creer en lo que yo os cuente».

Sin duda, sería muy interesante analizar el modo en que estos conflictos están arraigados en gran cantidad de culturas diversas, pero obviamente ello rebasararía los límites de lo que podemos abarcar en este artículo. Digamos, simplemente, que el problema siempre ha estado ahí; y la conciencia de ello ha dejado huella en el folclore, la tradición y el “sentido común”, además de en el pensamiento de los mejores filósofos de todos los tiempos.

No se trata de una cuestión religiosa (ni de ningún otro tipo de “fe”). De un modo u otro, todos creemos en algo que no se puede verificar claramente mediante los hechos o la experimentación. La fe, por naturaleza, está más allá de todo tipo de análisis o de duda. Toda persona tiene derecho a creer en aquello que considere conveniente – incluso en el culto a Ras Tafari.

Se trata de una religión que existe de verdad. Son los llamados rastafaris (o “rastas”) de Jamaica. El mesías de este culto es Ras Tafari, Haile Selassie, Negus Neghesti (“rey de reyes”), quien fuera emperador de Etiopía desde 1930 hasta 1974. Existe también una seudoreligión denominada humorísticamente pastafari, que toma a un espagueti como dios. Por supuesto, se trata de una broma, aunque está diseñada con gran esmero para conservar las apariencias de lo que podría definirse formalmente como iglesia.

Donde y cuando ocurre que se impone una forma de creencia organizada aflora un problema terrible; ya venga impuesta por medios violentos (incluidas las armas, las guerras y el asesinato), mediante la persecución de los “infieles” o “herejes” (como aún sucede en muchos lugares del mundo) o con métodos menos descaradamente brutales, pero igual de opresivos: por ejemplo, las costumbres y los hábitos, las formas, el buen comportamiento, los principios sociales y, sobre todo, el miedo.

Este no es solo el caso de las religiones o las ideologías dogmáticas, que no aceptan ninguna discrepancia y reprimen de forma agresiva las disensiones o las dudas. No se trata de una práctica exclusiva de las jeraruías eclesiásticas, las sectas opresivas o las afiliaciones restrictivas. Es una corriente que se da en todas las culturas humanas y en todos los tiempos, y sigue estando extendida incluso donde es menos obvia. Incluye prácticas y pensamientos “oscuros” que reducen a la gente a una obediencia ciega y a la esclavitud mental, destruyen por completo la libertad de pensamiento y no toleran la crítica.

Podemos observar este hecho en muchos entornos diversos y en formas aparentemente distintas, pero tomaremos una sola, con la que estamos más familiarizados en las culturas “occidentales”: la evolución en Europa desde finales de la Edad Media hasta el punto en el que nos encontramos hoy.

Por supuesto, no podemos reducir el milenio de la Edad Media, plagado de turbulencias y complejidades, a una definición tan simplista como la de una “edad oscura”. Pero es cierto que, durante varios siglos, Europa se vio sumida en una atroz sima de pobreza, violencia, ignorancia y represión, mientras el pensamiento permanecía encerrado por el dogma y el ipse dixit, o bien oculto en los secretos de las fraternidades esotéricas.

Se produjo un cambio crucial que empezó mucho antes de 1942.

Algunos de los mejores historiadores consideran que la “Edad Moderna” no se inició cuando Cristóbal Colón atraviesa el Atlántico, sino con la quiebra de los banqueros Peruzzi y Bardi en Florencia en 1343, al no recibir el pago de la deuda del monarca de Inglaterra; esto supuso el fin de la economía medieval y el fortalecimiento de los estados nacionales. Hay razones que permitirían escoger incluso otras fechas (más tempranas), atendiendo al hecho de que aquel cambio se desarrolló a lo largo de los siglos XIII y XIV y había comenzado en los siglos XI y XII.

La literatura “vernácula”, la que no estaba escrita en latín, cobró vida en el siglo XI y se difundió a lo largo del XII. En la misma época se produjo el desarrollo de las universidades, así como el redescubrimiento de la cultura clásica (grecolatina). Aquel fue el principio de un profundo cambio que alcanzaría su máximo esplendor en el siglo XV, en el movimiento que conocemos como “humanismo” y que recibe el acertado nombre de Renacimiento.

Se produjo un avance único, extraordinario, no solo en las artes, las ciencias y la filosofía sino también en la sociedad y en la práctica del arte y la artesanía organizada. (El de los “artes y oficios” es un concepto muy interesante que valdría la pena recuperar con todas sus posibilidades en el siglo XXI).

No es ninguna coincidencia el hecho de que en la actualidad se sienta la necesidad de una “actitud a lo Leonardo” o de un “hombre Da Vinci”. No se trataba tan solo del genio de una única persona. Hay ahí una necesidad muy sentida, aunque apenas satisfecha, de redescubrir una profunda combinación entre arte y ciencia, belleza y funcionalidad, técnica y filosofía, armonía y conocimiento; no se trataba solo del talento especial de una mente “enciclopédica”, sino de toda una cultura compartida del medio en el que vivió.

La nueva evolución de la industria manufacturera (aunque aún sin la ayuda de la energía térmica) tuvo sus comienzos en el siglo XIV.

Ya hubo avanzadas creaciones técnicas y de ingeniería, empleadas sobre todo para fines científicos y militares, en el entorno clásico grecolatino, especialmente en la época “helenística”, incluido el uso de máquinas de vapor (aunque apenas se aplicaban en los procesos “industriales ”). Permanecieron “en el olvido” durante mil años y algunas no han sido redescubiertas hasta fechas muy recientes.

Luego aparecieron las nuevas tecnologías de impresión (exigidas por el desarrollo cultural, además de posibilitadas por los recursos técnicos) y la navegación oceánica, que abrió nuevas rutas a lugares remotos (para el comercio y la guerra, las conquistas y la pirateríia; pero también para la cultura y el conocimiento).

Más tarde llegó el “iluminismo”, la “Ilustración”, que parecía traer consigo la victoria final de la razón: liberté, egalité, fraternité; la humanidad, liberada por fin y para siempre de los prejuicios, la ignorancia y la opresión.

Aunque este proceso se identifica con la Revolución francesa, las ideas “iluministas” estaban madurando también en otros países europeos; y donde tomaron carácter oficial, antes que en ninguna otra parte, fue en las colonias rebeldes que acabaron convirtiéndose en los Estados Unidos de América.


Entonces, ¿dónde estamos ahora?

¿Tras los conflictos sociales del siglo XIX – mezclados con las grandes esperanzas de un “progreso” que derrotarí al “oscurantismo” – y tras el éxito científico y las catástrofes políticas del XX, ¿estamos ahora más cerca de la verdadera era de las luces?

Obviamente, no. De hecho, en algunas cuestiones hemos ido a peor.

Estamos cayendo de nuevo en la superstición. Creer en unos números engañosos, en amuletos de la suerte o en predicciones poco fiables constituiría un entretenimiento relativamente inofensivo si no viésemos a tantas personas completamente arruinadas por el juego. (Esto, por supuesto, incluye la Bolsa). Otros criterios igualmente absurdos se aplican en otras circunstancias de toda clase. (Véanse La estupidez del poder y El círculo vicioso de la estupidez).

Creer en la astrología puede representar simplemente otro juego tonto, pero hay demasiadas personas que lo están tomando demasiado en serio; por otro lado, en ciertos países supuestamente “civilizados”, recibe un apoyo grotesco de los grandes medios de comunicación, incluidas las televisiones dominantes y varias revistas en las que se supone que deberíamos poder confiar.

En las observaciones sobre la superstición ahonderemos en la terrible proliferación de adivinos, magos, hechiceros, nigromantes, profetas, sectas, seudocientíficos... y los abominables “curanderos” que prometen sanar todo tipo de enfermedades.

John Kenneth Gailbraith solía decir: «La única función de la previsión económica es hacer que la astrología parezca respetable». Pero hay cosas que son en efecto predecibles, si sabemos mirarlas desde la perspectiva adecuada.

Yo no puedo saber de ningún modo cómo estará el panorama económico mundial cuando alguien lea esta página en los próximos meses (o años). Pero está claro que la enfermedad de las estratagemas especulativas, muy contagiosa y cada vez más difundida, podría haberse diagnosticado sin problemas hace unos veinte años; entonces no se hizo nada por controlarla y al final los manipuladores cayeron en su propia trampa. Así de grande es el poder de la estupidez.

El oscurantismo no se da solo en las supersticiones más obvias. Existen todo tipo de “creencias” que carecen de base real. Si tal vez tenían sentido cuando cobraron forma, ya lo han perdido y se continúa con la costumbre aun a pesar de haber olvidado el origen.

A los tradicionales se añaden nuevos prejuicios. Algunos pueden resultar relativamente inofensivos (aunque, en cualquier caso, provocan confusión) pero algunos son realmente peligrosos.

Nos horroriza leer noticias acerca de asesinatos y suicidos provocados por cultos satánicos u otros rituales perversos, pero no siempre nos damos cuenta de cuántas creencias y cuantos engaños pueden desembocar en todo tipo de persecuciones, sufrimientos, violencia y represión.

El progreso de la ciencia es apabullante. Ha pasado menos de un siglo desde que descubrimos que no solo el concepto copernicano es correcto fuera de toda duda razonable, sino que las dimensiones del universo son muchísimo mayores de lo que jamás habíamos imaginado.

Nuestra actitud, a pesar de todas las pruebas, sigue siendo tolemaica. Nuestro punto de vista, aunque sabemos que no es así, coloca la Tierra en el centro; e incluso cuando intentamos comprender lo que sucede en nuestro planeta, nuestras percepciones son subjetivas y partidistas (véase Problemas de perspectiva). Son infinitas las investigaciones acerca de la naturaleza de la materia y la energía, la estructura y el origen de la vida, que llevan a descubrimientos e hipótesis fascinantes, pero al mismo tiempo desconocidas y desconcertantes. La ciencia no puede –ni debe– intentar ofrecer ninguna certeza final y absoluta.

Tiene que permanecer abierta a nuevas exploraciones que podrían cambiar y revisar todas las teorías. He aqií la belleza y la fuerza de nuestra búsqueda del conocimiento. Pero eso supone un desafío constante a nuestros hábitos y nuestras suposiciones.

Es más cómodo creer, apoyarse en los tópicos que nos convienen. En cambio aprender – mirar más allá del límite de nuestro reducido horizonte – resulta fascinante, pero también crea angustia e inquietud.

John Updike dijo: «La astronomía es lo que tenemos hoy en lugar de la teología. Los miedos son menos... pero las comodidades son nulas». Lo mismo sucede con todos los avances científicos. La exploración científica, en constante ampliación, resulta fascinante pero también genera desasosiego. Cuanto más sabemos, menos seguros estamos.

Es una tentación buscar refugio en los conceptos más convencionales y tranquilizadores, pero entonces caemos en engaños deliberados o en absurdas fantaías.

El miedo es, en muchas ocasiones, fuente de ignorancia y estupidez. Ya sea porque huimos de los hechos y conocimientos incómodos, o quizá porque el poder nos manipula de forma consciente y voluntaria, un poder que usa a menudo el miedo para asustar a las personas y conseguir así una actitud de obediencia.

Podemos albergar ciertas dudas con respecto a algunas partes de la teoría de Darwin, en su formulación original, porque el conocimiento ha evolucionado desde sus primeros estudios, hace ciento cincuenta años. Pero existe además una propagación pertinaz de extrañas creencias retrógradas, que niegan el concepto básico de la evolución aun a pesar de las abrumadoras pruebas en su favor. Esa actitud comporta consecuencias culturales, sociales y políticas muy preocupantes.

Nos educan – en aquellas partes del mundo en las que existe un nivel educativo “decente” – para creer que hemos superado el racismo. Pero el mundo experimenta una continua proliferación, con toda clase de disfraces, de formas de pensar y comportamientos que se basan en la idea de que cierta clase de personas son “superiores”, mientras que otras son “inferiores”.

Existen también situaciones de genocidio, tan horribles hoy como en cualquier otro momento de la historia, en las que se extermina a todo aquel al que se percibe como alguien “distinto”.

Además del crimen organizado, existen aún la esclavitud, la persecución, la explotación, el hambre, las enfermedades y unas condiciones de vida inhumanas; no solo en lugares (aparentemente) remotos, sino también en algunas regiones de las culturas y economías que se consideran “avanzadas”. Todo esto no es solo cruel y horrible; además es muy estúpido.

Las cazas de brujas se han terminado. Sin embargo, aunque en las ciudades europeas ya no vemos a nadie ardiendo en la hoguera mientras el público aplaude, aunque la tortura está (aparentemente) prohibida como método para “salvar las almas” o arrancar información, seguimos contemplando persecuciones y “demonizaciones ” de actitudes o comportamientos que desagradan al poder establecido, a una oligarquía dominante o a facciones agresivas que pretenden imponer su absurda (y a menudo delirante) concepción del mundo.

Es costumbre generalizada dar crédito a aquello que encaja con nuestras ideas, nuestros prejuicios y enfoques, las actitudes convencionales de nuestro entorno; o también las estrambóticas manías del sistema informativo en el que estamos enredados.

Tendemos asimismo a no percibir – o a rechazar como falso o irrelevante – todo aquello que nos resulta inquietante porque no encaja en el modelo de las banalidades preconcebidas o la miopía cultural estrecha de miras.

El auténtico progreso – de una sola persona, de una organización o de la humanidad en su conjunto – se basa en dudar constantemente de las certezas aparentes, en tener siempre un inagotable deseo de aprender, de evolucionar, de progresar. Cada día podemos aprender algo nuevo o comprender mejor una cosa.

Pero ¿observamos y escuchamos con tanta seriedad como deberíamos? ¿En cuántas ocasiones podemos señalar cuál es la piececita clave que resolverá un gran rompecabezas?

El progreso científico es extraordinario, pero por desgracia no nos ayuda tanto como desearíamos porque se encuentra fragmentado en muchos sectores restringidos, incapaz de descubrir aquellas síntesis más amplias que podrían alimentar no solo una evolución de nuestro conocimiento y comprensión, sino también un enriquecimiento de nuestra humanidad cotidiana.

Pero la ciencia, cuando es libre, tiene una ventaja: nunca jamás se siente satisfecha con ninguno de sus logros, es consciente de que no puede dormirse en los laureles, continúa siempre explorando nuevos horizontes y nuevas perspectivas, reconsidera incesantemente todas las hipótesis, teorías métodos, procesos o sistemas cognitivos.

Se nos plantea un problema, difícil y complejo: no existe una separación claramente marcada entre el conocimiento y el prejuicio, entre la luz y la oscuridad. Se dan oscurantismos aun en las culturas más abiertas y más libres, igual que pueden hallarse sorprendentes fragmentos de sabiduría y profundidad allí donde solo esperíamos encontrar ignorancia y superstición. Existen notables instituciones científicas y filosóficas que, supuestamente entregadas a la búsqueda del conocimiento, en realidad se atrincheran en una protección arrogante y miope del privilegio cultural; en otros casos, están condicionadas por intereses muy poderosos: económicos, políticos o académicos.

Lo ilustrado y lo oscurantista no constituyen mundos perfectamente separados. No contamos con dos ejércitos disciplinados y enfrentados entre sí, con uniformes y banderas que declaren sin lugar a dudas quién defiende qué. Ambos mundos se mezclan constantemente en un entorno enrevesado, sinuoso, contaminado, turbulento y en constante cambio, en el que es difícil indicar los senderos que conducen a la claridad partiendo de los laberintos de la oscuridad, la auténtica búsqueda del conocimiento a partir de las simulaciones del prejuicio.

Existe también la idea – paulatina y subrepticia, pero real – de que el conocimiento no debe compartirse. Sin duda, es cierto que la capacidad especializada o los instrumentos peligrosos deben estar exclusivamente en manos de personas con la adecuada experiencia y responsabilidad. Pero esta idea sigue aplicándose hoy en día al igual que se hacía en las sociedades humanas “primitivas”, reforzada por parte de todo tipo de traficantes de poder, con élites nombradas por ellos mismos, mientras a los demás nos adormecen con arrullos manipuladores y confusos (o nos meten el miedo en el cuerpo, para que obedezcamos).

¿Nos estamos hundiendo, entonces, en las arenas movedizas de un renovado y creciente oscurantismo? Presentamos muchos síntomas de esta enfermedad. Algunos, extremadamente espectaculares. Otros quizá parezcan relativamente inofensivos, pero forman un insidioso cóctel de obnubilación que sirve de caldo de cultivo a una peligrosa infección cultural.

Podrímos sentir nostalgia de aquellas épocas de la historia en las que la Ilustración avanzaba al galope, prometiéndonos libertad y conocimiento para todos, afirmando el “derecho inalienable” de todos los seres humanos a “la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”. Y con toda la razón. El hecho de que el camino para alcanzar esos ideales no sea fácil ni llano no es motivo suficiente como para abandonar el intento. Pero las cosas no son tan sencillas como parecen.

Ahora, igual que en todos los tiempos pasados, existe una mezcla de luz y oscuridad. Jamás se ha dado un estado de conciencia tan luminoso e ilustrado como nos puede parecer a posteriori (cuando nos centramos en las formas de pensamiento más brillantes, porque estas pueden inspirarnos, igual que ya hicieron en su momento, en nuestra búsqueda de un camino de adelanto).

Las enseñanzas de la historia siempre resultan útiles, pero no es fácil comprender la compleja y turbulenta situación en la que nos encontramos actualmente. Han cambiado muchas cosas. En algunas se ha producido un auténtico avance, con resultados importantes. Ahora bien, si caemos en el engaño de suponer que somos los más “adelantados” y sabios, dejaremos de percibir nuestros límites. La autocomplacencia obstaculiza el deseo de aprender, descubrir, mejorar.

Si nos damos cuenta de cúantas cosas del mundo actual están en una sombra oscura y día a día intentamos entender algo un poquito mejor, no solo haremos retroceder la frontera del poder del oscurantismo – ahora en expansión – sino que además enriqueceremos nuestra calidad humana.

No es fácil dar con un puntito de luz en la oscuridad, como faro lejano en la noche. Pero cuando sucede, la experiencia resulta muy agradable.




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