El tema es ampliado y profundizado
en el libro
El
poder de la estupidez
(junio 2010)
El círculo
vicioso
de la estupidez
Por Giancarlo Livraghi
gian@gandalf.it
octubre 2002
Traducción castellana de Gonzalo
García
febrero 2010
available also in English
disponibile
anche in italiano
Un inquietante caso de estupidez garrafal es la creencia por desgracia, muy extendida de que hay que tratar a la gente como si fuera tonta.
No me refiero con esto a la sana costumbre de crear y producir las cosas a prueba de tontos: no porque todo el mundo sea lerdo, sino porque hasta la persona más brillante puede tener sus ratos de despiste y porque hacer las cosas de uso práctico, fácil y seguro es una ventaja para todos.
Pero intentar sacar partido de la estupidez es una cuestión muy distinta. Se dice demasiado a menudo, y se repite descuidadamente, que el público (de un espectáculo, el lector de un libro, el cliente de una tienda, etcétera) tiene el cerebro de un niño de once años. Dejando a un lado el hecho de que hay chavales bien brillantes, hay algo esencialmente malo en esta teoría tan trasnochada y gastada, y en su práctica.
Por desgracia, es verdad que cabe obtener algún provecho de este modo. Pero no cabe duda, igualmente, pues así lo atestiguan los hechos, de que se logran mejores resultados cuando se trata a la gente con respecto y se apela a su inteligencia, buen sentido y capacidad de comprensión.
Donde se impone la estupidez, todo el sistema se torna estúpido. Hay más brechas y vías para el engaño, las mentiras y la autocomplacencia. Pierden la calidad, la fiabilidad, las relaciones y la confianza.
Hay una objeción fácil. ¿Por qué una sola persona, compañía u organización va a asumir la carga del bienestar general? La ética comercial supone un coste innecesario, compensa más ser egoísta, se nos dice. Que sea la sociedad en su conjunto (¿a qué se hace alusió con esto?) la que se ocupe de lo que está bien o mal, lo que es inteligente o estúpido, mientras cada uno de sus miembros se ocupa solo de su provecho personal. Si se pueden obtener beneficios u otra clase de ventajas al tratar a la gente como estúpida, hagámoslo, sin más remordimiento.
Sin embargo, las estrategias basadas en la estupidez y el engaño son perjudiciales para quienes las practican, pues crean un círculo vicioso que en realidad es una espiral degenerativa. No hay tiempo para pensar, planificar, contemplar el futuro. Todo se hace a corto plazo, con la mayor urgencia.
Cuando los efectos de la estupidez se comienzan a notar, se buscan nuevos giros que difuminen aún más el panorama y se emprenda algo todavía más estúpido que antes. Si no puedes adobarlo, tuércelo aún más, para que nadie pueda.
El circuito de la estupidez es autodestructivo. Cuando tratamos a las otras personas como estúpidas, somos, o parecemos ser, tan estúpidos como creemos que son aquellas. La estupidez se convierte en una costumbre. Se generaliza la impresión de que todo es una tontería, que nada importa realmente, que pensar equivale a perder el tiempo.
Antes incluso de que entorpezcan las relaciones con el resto del mundo, esta actitud envenena el interior de las empresas (o de cualquier organización). Donde el único objetivo es el beneficio personal miope y cortoplacista, ¿por qué debería uno preocuparse por el éxito, el bienestar y los objetivos generales de la empresa? Es más seguro permanecer atrincherado en algún escondrijo burocrático, huir de la responsabilidad, entregarse a los cotilleos y rendir culto a las intrigas.
Resulta aún más grave cuando la función básica de una organización es proporcionar ora información, ora entretenimiento. A pesar de las hipócritas declaraciones que afirman lo contrario, son muchas las personas de la industria de la comunicación que creen que el público es estúpido. Consideran que deben adormecer a sus lectores, oyentes y espectadores, como tontos que son, con banalidades en las que priman las noticias superficiales, la retórica pomposa y el sensacionalismo barato.
Es cierto que la estupidez abunda. Pero esto no significa que debamos animarla, alimentarla, celebrarla, imitarla o disponerla como modelo de la conducta humana. Aprovecharse de la estupidez suele salir rana. Incluso las personas más superficiales y crédulas tienen chispas de lucidez ocasional y, en consecuencia, se dan cuenta de que los están tomando por tontos. Adquieren el hábito de pensar, por lo tanto, que la información y el entretenimiento son en lo esencial, estúpidos.
También el poder, que a menudo busca la apariencia espectacular, tropieza con el mismo escollo.En este círculo vicioso hay una especie de reciprocidad. El juego lo juegan las dos partes; a veces deliberadamente, con mayor frecuencia, no, sino de modo involuntario. Nos tratan como a estúpidos, pero sabemos que los estúpidos son ellos, de forma que veamos cómo podemos divertirnos y entretenernos con la estupidez, porque ahí no encontraremos nada serio; y si lo hallamos, será aburrido o deprimente.
Uno de los problemas es la fama y lo que desde hace un tiempo se ha dado en llamar celebridad. Hoy alcanza la fama toda clase de gente, por razones que a veces son meritorias, pero a menudo son irrelevantes. Los resultados pueden ser estrambóticos y poco limpios.
Se admira a personas por cualidades que no poseen, se los imita en cualquier tontería que hagan, se los cita como autoridades en cuestiones de las que no saben nada. Además, a veces se hacen toda clase de cosas estúpidas, en ocasiones horribles por mor de la popularidad, cuando no meramente por llamar la atención.
La estupidez afecta por igual a los famosos y a sus admiradores y seguidores. Incluso gente ciertamente brillante puede contagiarse de esta confusión. En una carta dirigida a Henrich Zangger en diciembre de 1919, Albert Einstein escribió: «Con la fama soy cada día más estúpido, lo cual, sin duda, es un fenómeno de lo más común. Existe una desproporción demasiado grande entre lo que uno es y lo que los demás piensan que uno es o, al menos, lo que dicen creer. Pero hay que tomárselo con buen humor».
Casi un siglo más tarde, con la expansión de los medios de comunicación de radio, televisión y otros canales, y con la ampliación del círculo vicioso, la situación es mucho peor.
Comprender los propios límites y la propia estupidez es un signo de inteligencia. Con buen humor, sin duda, porque nadie es inmune a ella, aunque cuando la entendemos, podemos mantenerla bajo control.
Siempre es peligroso subestimar el poder destructivo de la estupidez. Y es improbable que, si tratamos a todo el mundo como si fuera tonto, uno pueda quedar a salvo del traicionero contagio de la necedad. Aun cuando no encaje allí con comodidad, la estupidez no siempre cae derrotada como debería en las mentes inteligentes, porque es como un parásito infeccioso y burdo que arrastra a quien lo alberga a la propia desaparición. Sobre todo, si no la hemos detectado.
La comunicación inteligente no tiene por qué ser pedante, aburrida ni complicada. Los pensamientos más brillantes se pueden exponer de un modo interesante y claro, con una sana dosis de humanidad y, donde convenga, de entretenimiento y diversión.
Comunicar con eficacia es explicar las cosas, por difíciles o complejas que parezcan, de tal modo que se comprendan con facilidad. Pero eso no supone rebajar el nivel ni debe suponer sentirse superior por el mero hecho de controlar una herramienta de comunicación. No puede existir la inteligencia, no la genuina, sin autocrítica, sin escuchar con atención ni sin un respeto auténtico por las opiniones e impresiones de otras personas.
Claro y simple no significa banal, obvio, superficial o convencional. Es importante asegurarse de que comprendemos bien de qué estamos hablando antes de intentar simplificarlo.
La arrogancia, la pomposidad o el complejo de superioridad no son signos de inteligencia, sino formas de ser estúpido. No existe la inteligencia real sin honradez, sentido de humor y genuino respeto por las opiniones y tomas de posición de los demás.
El dominio de la estupidez es tan apabullante que cada vez hay más oportunidades de avanzar en la dirección contraria. Una única persona o compañía que decida tratar a la gente con mayor respeto no puede, por sí sola, invertir la corriente. Pero al hacerlo así, y por el mero hecho de ser diferente, podemos obtener una ventaja considerable... además de transformarnos, a nosotros y a nuestro entorno, en algo más inteligente (o menos estúpido, como mínimo).
También tendremos más ocasiones de contemplarnos reflejados en el espejo sin despreciar lo que somos y estamos haciendo.