El tema es ampliado y profundizado en el libro
El poder de la estupidez
(junio 2010)

Kali

La estupidez
no es “inocua”


Por Giancarlo Livraghi
gian@gandalf.it
agosto 2007

Traducción castellana de Gonzalo García
febrero 2010

disponibile anche in italiano


Aunque siempre intento evitar, en lo posible, la influencia del sesgo personal, debo admitir que me sorprendió topar con la noción de que la estupidez puede ser considerada algo “inocuo” o “inofensivo”.

Siempre he pensado que es muy peligrosa, y he podido comprobar que así lo ve también casi todo el mundo que conozco, además de los lectores, a juzgar por sus comentarios. Quizá es porque la gente que piensa al contrario que yo nunca leerá mis observaciones sobre la estupidez (o se detendrá a las pocas páginas, tan pronto se dé cuenta de que no se trata de una mera colección de anécdotas graciosas).

Un día, estaba leyendo un libro de Ennio Flaiano, un brillante escritor italiano que nunca ha publicado ninguna obra específica sobre la estupidez, pero era muy consciente del problema. Encontré que, en uno de los libros, daba argumentos contra alguien que pensaba que no debíamos preocuparnos pues era inocua. «La gente estúpida – decía un personaje – es tan estúpida que nunca logra nada, ni bueno ni malo; de modo que basta con hacer caso omiso de ellos o bien riírse de sus miserias».

Comencé a pensar y a mirar alrededor de mí y comprobé, con desazón, que esto puede suponer un problema grave. Probablemente, una de las razones por las cuales la estupidez no se ha estudiado ni entendido seriamente es que son demasiados los que la consideran irrelevante. (O creen que es una bendición oculta para los que no son estúpidos, pues parten con ventaja; o incluso sacan partido de ella, como vimos en El círculo vicioso de la estupidez).

Puede suponer un consuelo, en la práctica, contemplar la estupidez ajena. Cuando sabemos de alguien que es (o parece ser) más estúpido que nosotros, nos sentimos más listos. Quizá esto explique por qué tanta gente disfruta del cotilleo (que a mí, en general, me parece aburrido) y de algunos superventas (a menudo, tontos) destinados a contar las debilidades humanas de famosos, ricos, poderosos y cualquier otra persona objeto de envidia o admiración.

No tengo noticia de ninguna encuesta que haya intentado medir cuánta gente considera que la estupidez es inocua – o al contrario, peligrosa – y por qué. Si existiera, tampoco me fiaría, porque sé cómo funcionan las encuestas.

Lo explica muy bien Darrell Huff en un libro brillante, How to Lie with Statistics, en cuya edición italiana tuve la alegría de que se me pidiera incluir unos comentarios. (Hay traducción castellana Cómo mentir con estadísticas, Sagitario, Barcelona, 1965).

Así que olvidémonos de los números y quedémonos con el hecho de que estas actitudes son más generales de lo que sería razonable esperar.

Hasta donde se me alcanza, no es una impresión definida con claridad en la mente de nadie. La mayoría de las personas, simplemente, no ha pensado en eso; además (aunque tampoco reflexionen sobre ello expresamente), creen que el tonto es siempre otro. No pretendo afirmar con esto que los que hacen caso omiso del problema son, necesariamente, estúpidos. Pero como mímimo, sí puedo calificarlos de distraídos y recordar que, al olvidarse del problema, uno ayuda a agravarlo, aunque sea involuntariamente.

Séneca solía decir: «En ocasiones, es agradable ser estúpido». Quizá tenía razón, pero no deberíamos convertirlo en una costumbre.

Entre las observaciones de Flaiano, hay un comentario adicional (en 1956). «Debo explicar que la estupidez puede resultar atractiva, consoladora incluso. Por eso ocurre que los libros más tontos son los que más nos atraen, los que más nos tentan y derrotan nuestras defensas. La experiencia diaria nos lleva a creer que la estupidez es la condición perfecta y originaria del hombre, que aprovecha cualquier ocasión para regresar a esa condición feliz. La inteligencia es una capa añadida, impuesta a posteriori, y en cambio a la condición original del espíritu nos empujan tanto la gravedad como la conveniencia».

Así pues, ¿la estupidez no solo se percibe como inocua... sino que hay quien la considera tranquilizadora y descansada? Por desgracia, hay algo de verdad en esta observación. Hay una inercia – casi connivencia – que ayuda a aumentar el perverso poder de la estupidez.

Ennio Flaiano afirma en otro artículo: «Solo hay una idea que nos puede aliviar. Se tiende a creer que los necios se solidarizan entre sí. Pero no. Nadie odia más a los estúpidos que otro estúpido. Si no fuera así...».

A mi entender, no es una ayuda. Quizá sea cierto que los estúpidos no se “solidarizan” entre sí, deliberadamente – o no son conscientes de cómo suman sus efectos – porque ni siquiera saben de su necedad. Pero es un hecho: la estupidez es contagiosa. Y como las personas infectadas no son conscientes de su dolencia, es muy difícil poner coto a la epidemia.

En otras páginas suyas, en 1969, Flaiano comentó: «La estupidez ha avanzado mucho. Es un sol tan brillante que ya no podemos mirar directamente hacia él. Gracias a los medios de comunicación, ya no es lo que era, lo alimentan otros mitos, se vende extraordinariamente bien y está expandiendo su terrible poder». Hace cuarenta años de esas palabras, pero sin duda, no hemos ido a mejor.

No creo que los sistemas de poder y, especialmente, las egoístas aristocracias de la comunicación, sean plenamente conscientes de cuánto están haciendo por difundir la estupidez, al tiempo que la hacen parecer “inocua”. Están dominados por el supuesto – arrogante e ingenuo – de que poseen un monopolio de la inteligencia y por lo tanto pueden (o incluso deben) tratar como estúpidos a todos los demás. No comprenden que, al hacerlo así, incrementan el de por sí apabullante poder de la estupidez.

En cierto sentido, esto resulta gracioso. Pero no tiene gracia. El humor y la ironía (sobre todo, la ironía con uno mismo) pueden ser remedios eficaces contra la estupidez, mientras no olvidemos que es un problema peligroso y grave y que reírnos de él no sirve para comprenderlo.




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