Daños y estupidez
de la grosería
Giancarlo Livraghi diciembre 2012
traducción castellana de Rudy Alvarado
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No es sólo una cuestión de lenguaje y buenas costumbres, sino también, y sobre todo, de actitud. Se puede definir de diferentes maneras vulgaridad, rudeza, tosquedad, villanía, grosería. Es a menudo un síntoma de arrogancia, ambigüedad, ideas confusas o falta de sinceridad. De todos modos, es uno de los peligrosos disfraces de la estupidez.
Por lo tanto, se convirtió en causa y efecto, síntoma e instrumento de una incapacidad crónica para pensar. Se grita, se vocifera, se llora, se ríe, se insulta, se exagera o se aplasta, se amenaza o se aplaude, sin entender de lo que se está hablando.
No tengo ninguna intención de proponer cualquier forma de buenismo. La crítica es necesaria, la controversia es legítima, las injusticias y las perversidades son muchas y no pueden ser toleradas. Pero los problemas no se resuelven tomando refugio en la grosería.
Yo no sueño pensar que podamos llegar a ser más civilizados sólo mediante la eliminación de las groserías o por lo menos evitando su uso con demasiada frecuencia. Pero un lenguaje menos vulgar podría ayudar a entender en vez de jugar con actitudes infantiles.
Sin embargo, el problema es mucho más extenso (y preocupante) que cualquier degradación del vocabulario. Se puede ser grosero, obsceno, incluso con todo tipo de lenguaje. Basta ver cómo demasiadas manipulaciones sin sentido acechan en la oscuridad de la burocracia, en la jerga de la política, en pretenciosas y seudocientíficas disertaciones académicas.
En la dirección opuesta, se puede ser incisivo y agudo, agresivo si es necesario, sin caer en la grosería. Un toque bien asentado de ironía, o un calmo comentario de claridad, puede ser mucho más eficaz que la improvisación apresurada de un grito o un insulto.
Claro, no es fácil. Pero nunca está de más, antes de aventurarse en una controversia, tomarse el tiempo y la oportunidad de razonar. Existe el riesgo de que los tontos no entiendan, pero es más útil el debate con aquellos que no han perdido la capacidad de pensar.
Enojarse es inevitable. Yo también, como todos los demás, a veces me siento hastiado por el comportamiento de alguien (y más a menudo por las rampantes manipulaciones de lo que he llamado ingormación en un texto que tenía abundancia de consenso).
Sucede que, hablando conmigo mismo o con la gente más cercana, yo podré soltar alguna exclamación poco elegante. Pero no al escribir. No por miedo a ser escandaloso, o problema de etiqueta o buenas costumbres, sino porque se puede obscurecer mi intención de expresarme con claridad.
Sería un error culpar de todo a la ingormación, pero realmente es una fuente constante de malos ejemplos. El grito y el insulto en lugar del diálogo. La deprimente banalización del sexo. La glorificación contínua de chismes. La hipocresía insidiosa de lloriquear. La superficialidad de la aprobación y de la disidencia. El predominio de la apariencia a expensas de cualquier percepción del ser. La excusa perenne y falsa que la estupidez necesita para tener audiencia.
Hace cincuenta años, dijo claramente Theodor Adorno. La industria de la cultura no se ajusta a las reacciones de su audiencia tanto como las falsifica. Desde entonces la situación ha empeorado, incluso por la concentración de demasiada parte de la industria cultural en manos de unos cuestionables magnates.
No es necesario repetir aquí lo que escribí en El círculo vicioso de la estupidez (Capítulo 18 de El poder de la estupidez). El concepto se resume en una frase: cuanto más tratas a los demás como estúpidos, más estúpido te vuelves.
Tampoco es el caso de insistir demasiado en la responsabilidad de los medios de comunicación de masas. Hay mucha, pero no lo suficiente para definir totalmente el problema. La solución depende de todos nosotros. La grosería no es tan frecuente y dominante como parece. La cortesía, la buena voluntad, el respeto mutuo están en la sombra, pero no han sido extinguidos.
Si no sabemos cómo cultivar estas plantas fértiles, no es quejándose de la grosería de los demás que se puede deshacerse de la enfermedad.
La generosidad, a menudo, no es correspondida. Muchos groseros son incurables. Pero si no caemos en la tentación de ser como ellos podemos obtener, como mínimo, el resultado de no multiplicar el ciclo.
También hay una trampa insidiosa: la falsa cortesía. La arrogancia de los que se sientan en la silla para impartir lecciones empalagosas. Las mentiras de zalameras y las amabilidades hipócritas, no menos insultantes que las explícitas groserías agresivas.
A menudo sucede que la grosería, manifiesta o encubierta, es causada por ambigüedad, deshonestidad y confusión. De los que la usan demasiado, es mejor no confiar.
Post scriptum
Desde una perspectiva diferenteEn su interesante libro Puttin Cologne on the Rickshaw WIlliam Bouffard observa el problema de la grosería o rudeza desde el punto de vista de la gestión disfuncional y de los perversos entornos de trabajo que resultan de ella.
Así explica el problema en el primer capítulo de su libro.
«Debido a que el mundo está lleno de gente desagradable, inhumana e incivilizada, no sólo en el lugar de trabajo sino en todaspartes, ¿qué hacer? No se puede simplemente sufrir y poner la otra mejilla, sino que tendemos a reaccionar de la misma manera, por lo que esta perversa cadena de eventos se desarrolla e intensifica continuamente».
«Llegué a la conclusión de que esta forma de pensar de la [egocéntrica] generación yo no es probable que se agotará pronto. La razón es que no es generacional, se mantiene a través de todas las edades, etnias y demografías, todas las categorías de empresas comerciales y culturales. Por lo tanto, debemos afrontar el mundo tal como es lleno de gente insensible que sólo se preocupa por sí misma, ignorando los desastres que provoca a su paso».
«Hay una cosa, sin embargo, que podemos hacer: entender el comportamiento de esta especies para reaccionar con la misma agresividad».
No está dicho que la mejor respuesta a la violencia sea una reacción igualmente furiosa. Pero antes de volver a este tema vamos a ver cómo sigue el argumento de William Bouffard.
«Habiendo dicho eso, si queremos que el mundo cambie de grosero e incivilizado a educado y amable, es importante entender lo que es la fuerza motriz de la grosería. Creo que la respuesta es simple. Es la estupidez».
Claro que sí. Y es necesario comprender que la grosería, la vulgaridad, la arrogancia, la violencia y la brutalidad, no son signos de fuerza aún menos de liderazgo. Son síntomas preocupantes de inseguridad y estupidez. Se definen como problemas de salud psíquica, enfermedades mentales.
Hay interesantes (y no accidentales) convergencias entre las observaciones de Bouffard y mis pensamientos sobre la estupidez. Por ejemplo, en su definición de la gestión disfuncional como sociopatía.
«Un sociópata es incapaz de sentir empatía, culpa o remordimiento por la forma en que trata a la gente. Otras características son el narcisismo y la egolatría. Para un verdadero sociópata las relaciones laborales son sólo un juego. Los sociópatas ven a las personas como objetos (herramientas) para manipular y su comportamiento narcisista causa desastres para todas las personas con las que trabajan, sobre todo los que trabajan para ellos».
(Obviamente hay sociopatía no sólo en el lugar de trabajo, sino también más ampliamente en todo tipo de relaciones humanas).
Es una enfermedad contagiosa. El concepto no es exactamente el mismo, pero hay una clara similitud entre esta sociopatía y la grave psicopatía reconocida en el caso, particularmente pernicioso, de los especuladores financieros.
Es una enfermedad mental en Había una vez el mercado
Empatía en De ratas y hombresEl mundo no es un manicomio, no toda la humanidad se ha vuelto loca. Pero es extremadamente peligroso subestimar el problema. Resolverlo no es fácil, pero no es imposible. La disfunción es global y como tal debe ser entendida. Cualquier intento serio de curar (o al menos mitigar) la pandemia debe cruzar las fronteras de naciones, culturas, categorías, grandes o pequeños intereses parroquiales.
Sin embargo hay otra enfermedad, que se llama depresión. No sufren de ella los sociópatas, sino sus víctimas. Liberarlas de la tiranía de los groseros inhumanos sería más eficaz que cualquier píldora o psicoterapia.