DERECHOS HUMANOS
Ni derechos ni
humanos
Por Eduardo Galeano
Página 12
Si la maquinaria
militar no mata, se oxida. El presidente del planeta anda paseando el dedo por
los mapas, a ver sobre qué país caerán las próximas bombas. Ha sido un éxito la
guerra de Afganistán, que castigó a los castigados y mató a los muertos; y ya se
necesitan enemigos nuevos.
Pero nada tienen de nuevo las banderas: la voluntad de Dios, la amenaza
terrorista y los derechos humanos. Tengo la impresión de que George W. Bush no
es exactamente el tipo de traductor que Dios elegiría, si tuviera algo que
decirnos; y el peligro terrorista resulta cada vez menos convincente como
coartada del terrorismo militar. ¿Y los derechos humanos? ¿Seguirán siendo
pretextos útiles para quienes los hacen puré?
***
Hace más de medio siglo que las Naciones Unidas aprobaron la Declaración
Universal de los Derechos Humanos, y no hay documento internacional más citado y
elogiado.
No es por criticar, pero a esta altura me parece evidente que a la Declaración
le falta mucho más que lo que tiene. Por ejemplo, allí no figura el más
elemental de los derechos, el derecho a respirar, que se ha hecho impracticable
en este mundo donde los pájaros tosen. Ni figura el derecho a caminar, que ya ha
pasado a la categoría de hazaña ahora que sólo quedan dos clases de peatones,
los rápidos y los muertos. Y tampoco figura el derecho a la indignación, que es
lo menos que la dignidad humana puede exigir cuando se la condena a ser indigna,
ni el derecho a luchar por otro mundo posible cuando se ha hecho imposible el
mundo tal cual es.
En los
treinta artículos de la Declaración, la palabra libertad es la que más se repite.
La libertad de trabajar, ganar un salario justo y fundar sindicatos, pongamos
por caso, está garantizada en el artículo 23. Pero son cada vez más los
trabajadores que no tienen, hoy por hoy, ni siquiera la libertad de elegir la
salsa con la que serán comidos. Los empleos duran menos que un suspiro, y el
miedo obliga a callar y obedecer: salarios más bajos, horarios más largos, y a
olvidarse de las vacaciones pagas, la jubilación y la asistencia social y demás
derechos que todos tenemos, según aseguran los artículos 22, 24 y 25. Las
instituciones financieras internacionales, las Chicas Superpoderosas del mundo
contemporáneo, imponen la "flexibilidad laboral", eufemismo que designa el
entierro de dos siglos de conquistas obreras. Y las grandes empresas
multinacionales exigen acuerdos "union free", libres de sindicatos, en los
países que entre sí compiten ofreciendo mano de obra más sumisa y barata. "Nadie
será sometido a esclavitud ni a servidumbre en cualquier forma", advierte el
artículo 4. Menos mal.
No figura en la lista el derecho humano a disfrutar de los bienes naturales,
tierra, agua, aire, y a defenderlos ante cualquier amenaza.
Tampoco figura el suicida
derecho al exterminio de la naturaleza, que por cierto ejercitan, y con
entusiasmo, los países que se han comprado el planeta y lo están devorando. Los
demás países pagan la cuenta. Los años noventa fueron bautizados por las
Naciones Unidas con un nombre dictado por el humor negro: Década Internacional
para la Reducción de los Desastres Naturales. Nunca el mundo ha sufrido tantas
calamidades, inundaciones, sequías, huracanes, clima enloquecido, en tan poco
tiempo. ¿Desastres "naturales"? En un mundo que tiene la costumbre de condenar a
las víctimas, la naturaleza tiene la culpa de los crímenes que contra ella se
cometen.
"Todos tenemos derecho a transitar libremente", afirma el artículo 13. Entrar,
es otra cosa.
Las puertas de
los países ricos se cierran en las narices de los millones de fugitivos que
peregrinan del sur al norte, y del este al oeste, huyendo de los cultivos
aniquilados, los ríos envenenados, los bosques arrasados, los precios arruinados,
los salarios enanizados. Unos cuantos mueren en el intento, pero otros
consiguencolarse por debajo de la puerta. Una vez adentro, en el paraíso
prometido, ellos son los menos libres y los menos iguales.
"Todos los hombres nacen libres e iguales en dignidad y derechos", dice el
artículo 1. Que nacen, puede ser; pero a los pocos minutos se hace el aparte. El
artículo 28 establece que "todos tenemos derecho a un justo orden social e
internacional". Las mismas Naciones Unidas nos informan, en sus estadísticas,
que cuanto más progresa el progreso, menos justo resulta. El reparto de los
panes y los peces es mucho más injusto en Estados Unidos o en Gran Bretaña que
en Bangladesh o Ruanda. Y en el orden internacional, también los numeritos de
las Naciones Unidas revelan que diez personas poseen más riqueza que toda la
riqueza que producen 54 países sumados. Las dos terceras partes de la humanidad
sobreviven con menos de dos dólares diarios, y la brecha entre los que tienen y
los que necesitan se ha triplicado desde que se firmó la Declaración Universal
de los Derechos Humanos.
Crece la
desigualdad, y para salvaguardarla crecen los gastos militares. Obscenas
fortunas alimentan la fiebre guerrera y promueven la invención de demonios
destinados a justificarla. El artículo 11 nos cuenta que "toda persona es
inocente mientras no se pruebe lo contrario". Tal como marchan las cosas, de
aquí a poco será culpable de terrorismo toda persona que no camine de rodillas,
aunque se pruebe lo contrario.
La economía de guerra multiplica la prosperidad de los prósperos y cumple
funciones de intimidación y castigo. Y a la vez irradia sobre el mundo una
cultura militar que sacraliza la violencia ejercida contra la gente "diferente",
que el racismo reduce a la categoría de sub-gente. "Nadie podrá ser discriminado
por su sexo, raza, religión o cualquier otra condición", advierte el artículo 2,
pero las nuevas superproducciones de Hollywood, dictadas por el Pentágono para
glorificar las aventuras imperiales, predican un racismo clamoroso que hereda
las peores tradiciones del cine. Y no sólo del cine. En estos días, por pura
casualidad, cayó en mis manos una revista de las Naciones Unidas de noviembre
del 86, edición en inglés del Correo de la Unesco.
Allí me enteré
de que un antiguo cosmógrafo había escrito que los indígenas de las Américas
tenían la piel azul y la cabeza cuadrada. Se llamaba, créase o no, John of
Hollywood.
***
La Declaración proclama, la realidad traiciona. "Nadie podrá suprimir ninguno de
estos derechos", asegura el artículo 30, pero hay alguien que bien podría
comentar: "¿No ve que puedo?"
Alguien, o sea: el sistema
universal de poder, siempre acompañado por el miedo que difunde y la resignación
que impone.
Según el presidente Bush, los enemigos de la humanidad son Irak, Irán y Corea
del Norte, principales candidatos para sus próximos ejercicios de tiro al blanco.
Supongo que él ha llegado a esa conclusión al cabo de profundas meditaciones,
pero su certeza absoluta me parece, por lo menos, digna de duda. Y el derecho a
la duda es también un derecho humano, al fin y al cabo, aunque no lo mencione la
Declaración de las Naciones Unidas.
(Leído en Neuquén, el martes 26, cuando Galeano recibió el doctorado honoris
causa de la Universidad del Comahue por su contribución a los derechos humanos y
a la identidad cultural.)
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