El
gobierno de Kirchner se acerca al primer mes de gestión conservando la
ofensiva que le ha permitido un apoyo social casi unánime. La economía, sin
embargo, sigue viniéndose encima. Se entiende por tal cosa el hecho de que no
habrá mucho más tiempo, en términos relativos, para continuar confiando en el
impacto de decisiones que no influyen (no directamente, al menos) en la
calidad de vida popular.
El área de los derechos humanos –en la definición que se corresponde con las
trágicas secuelas de la dictadura– muestra a Kirchner como pez en el agua. A
apenas 48 horas de asumido produjo una purga relevante en la cúpula militar,
que acabó con todo vestigio de los últimos dinosaurios. Pronunció un discurso
impactante en el Día del Ejército, cuando entre otras cosas dijo, nada menos,
que si las Fuerzas Armadas preservan la democracia no hay nada que
agradecerles. Se preocupó por recibir con los brazos abiertos a Madres y
Abuelas, mientras todavía esperan audiencia esos miembros de empresas y
corporaciones que siempre figuraron a la cabeza de cualquier agenda
presidencial. Y en menos de lo que canta un gallo acaba de echar al
Procurador General del Tesoro que él mismo había nombrado, tras la revelación
periodística de su contacto profesional con un represor. Todo en poco más de
veinte días. Unicamente un desvariado podría decir que es poco.
La suma incluye el consabido avance sobre la Corte de los supremos
menemistas. Y ante las primeras insinuaciones de que podría esconder(se) el
reemplazo de Nazareno & Cía. por tropa propia, tuvo el reflejo de firmar un
decreto que autolimita su poder de intervención. Lo del PAMI también es cosa
suya, igual que la diplomacia distante con que trató a Powell y el
protagonismo argentino en el reimpulso del Mercosur, hasta el punto de ubicar
a Venezuela como socio necesario y deseable: todo un gesto de sólo pensar el
muy molesto forúnculo que Hugo Chávez representa para Estados Unidos.
Mientras esta interesante serie de guiños y disposiciones le dibujó a
Kirchner ese perfil “progre” de su primer mes, aguardaron y aguardan los
aspectos de macroeconomía que tarde o temprano mostrarán el verdadero rostro
de su gestión. Una ruta también consabida de renegociación con los acreedores
externos, contratos con las privatizadas, orientación del sistema financiero,
tarifas de servicios públicos y, la madre del borrego, la deuda social. Allí
donde se nuclea el efecto más aterrador de la década de la rata, con sus
números escalofriantes de pobreza, indigencia, desocupación, trabajo en
negro, jubilaciones miserables.
Consciente, con toda seguridad, de que ese paquete llegará inexorable, el
Gobierno lanzó un muy ambicioso programa contra la evasión impositiva. Así lo
calificó una mayoría de especialistas –por derecha e izquierda, por acción u
omisión– y la intención de estas líneas no es refutarlos. El terreno de los
impuestos es un fango donde se hunde inevitablemente cualquiera que toque de
oído. Pero hay otro, el del sentido común, que sí está al alcance de
cualquier mortal. Y él dice que no tiene demasiada lógica atacar por donde se
recauda si primero no se tiene en cuenta qué y cómo se produce. En todo caso,
puede tratarse de acciones coordinadas (y por supuesto, este señalamiento no
va en perjuicio de que un sistema tributario como el argentino, donde en
proporción los pobres pagan más impuestos que los ricos, debe ser dado vuelta
como un guante).
El cortocircuito registrado por el aumento en las tasas del monotributo
relegó del primer plano algunas cifras que se conocieron al mismo tiempo que
los anuncios antievasión. Por segundo mes consecutivo, retrocedió la
producción industrial. Lo que lleva la mirada a un desempleo que sigue
altísimo, los salarios congelados, la falta de crédito, las inversiones que
no aparecen y la baja del dólar. ¿De qué guerra contra la evasión puede
hablarse con este nivel de desocupación, con bolsillos de sectoresmedios y
bajos que técnicamente ya no resisten más saqueos y con bancos que no dan
crédito para encender el motor de la economía?
No hay mucho misterio en un país devastado como la Argentina. Se dirá que es
una simplificación bastante burda, pero siempre podrá oponérsele aquello de
que lo difícil no es explicar la realidad sino modificarla. Visto desde el
Estado o desde la actividad privada, recuperarse quiere decir políticas y
obra pública activas que generen empleo y aumento de ingresos. Si es
necesario eso significa emisión –expansión monetaria, en la jerga de los
ortodoxos– y en cualquier caso un régimen financiero orientado hacia el
estímulo de la producción, con base en el mercado interno y en las pequeñas y
medianas empresas. Así fue como salieron de sus grandes crisis todos los
países capitalistas y ningún gurka de la derecha puede desmentirlo. En la
Argentina, claro, existe el agregado de decidir cómo se renegociará la deuda.
Si primero se ve cómo se les paga y después qué se hace adentro. O si es
exactamente al revés.
El problema –de nuevo: la modificación de la realidad– consiste en que este
tipo de determinaciones supone enfrentamientos severos con las
megacorporaciones que dominan la economía. Con el poder real, sin más
trámite. Y ése es el frente que se le acerca a Kirchner cada vez más.
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