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La congestión comunicativa

Articulo de Giancarlo Livraghi gian@gandalf.it
en Wireless – septiembre 2001

Traducción de María Copani mcopani@sion.com y Pino Laurenza lauren@uni.net


 
 

Desde hace varios años se habla de “congestión informativa”. Existía mucho antes de que se difundieran las tecnologías electrónicas; pero con la informática, y más aún con la telemática, se ha vuelto más evidente e inmediatamente “tangible”.

Un problema complejo y de difícil solución, al cual se le está agregando otro. La sobreabundancia de comunicación.

Gran parte de la humanidad vive aún en el otro extremo: escasez de información y de instrumentos para comunicar. Este es un problema muy serio – pero se cruza y se intrinca con su opuesto, la congestión comunicativa, cada vez más dominante en la parte del mundo en la que vivimos. Cada vez más compleja, congestionada y farragosa – al punto de transformarse en “incomunicabilidad” .

El cambio comenzó en 1844 con el telégafo; y después la transición a wireless en 1901, cuando Marconi hizo realidad el primer experimento de “telégrafo sin hilos”.

Cien años, en un mundo que muestra una rápida evolución, no son pocos. Pero tantas cosas hicieron falta para llegar a esa sobreabundancia de instrumentos que hoy nos encontramos frente a una condición paradojal – en la cual es cada vez más difícil comunicar eficazmente.

Una persona que tiene dos o tres teléfonos, fijos o móviles, además del fax, una conexión de internet, etc, si no quiere pasar toda su vida dialogando con quienquiera que lo esté buscando, está obligada a montar un sistema de defensas. Así se amontonan contestadores, respuestas automáticas, transferencias de llamadas... y muchas personas se vuelven casi inaccesibles.

Hay oficinas en las cuales, si buscamos a uno que conocemos muy bien y que está esperando una respuesta, incluso en la línea privada encontramos una persona que nos pregunta quiénes somos y qué deseamos, y después nos pasa a una segunda persona que repite las mismas preguntas... y después descubrimos que el doctor Pérez no está. O bien la llamada va automáticamente a una grabación que promete una respuesta pero que (según parece) nadie jamás escucha. Su celular está apagado, o está el contestador, o nadie responde. Entonces le mandamos un fax o un e-mail para decirle «Querido Pepe, si quieres que te responda, llámame tú». Pero cuando lo hace, corre el riesgo de chocar contra el bloqueo de alguna defensa que hemos puesto nosotros.

La acumulación de automatismos multiplica las posibilidades de errores. Mensajes que interesaban (quizás) a una persona son mandados a cientos o a miles (y no se trata solo del tristemente célebre spamming en la internet sino también de congestión en las redes internas y de otros fenómenos variadamente perversos).

La comodidad de la telefonía móvil induce a comportamientos no siempre “ideales”. Sucede a todos, creo, tener amigos que nos llaman más gustosamente cuando están paseando – en auto, en tren o sacando al perro. Comprensible... pero fastidioso. Mi amigo Fulano se convierte en una persona con la cual ya no tengo un diálogo telefónico que no esté repleto de ruidos, molestias e interrupciones. Si fuera ocasional, sería aceptable. Pero cuando es habitual, se convierte en una obsesión.

Los irritantes automatismos “presiona uno”, “presiona dos”, etcétera... ya son pasto de escenas cómicas. Pero siguen fastidiando; empeorados por grotescos experimentos de “reconocimiento de voz”. Cada vez que se traspasa una frontera con un teléfono Gsm, uno se ve inundado por fastidiosos mensajes del operador local. Bastaría uno, de veinte caracteres, que nos dijera a qué número llamar en caso de necesidad. Etcétera... los ejemplos son infinitos y cada día alguien inventa un nuevo enredo o molestia.

El progreso en las tecnologías de la comunicación se está traduciendo en una regresión; la sobreabundancia de recursos se transforma en la fábrica de la incomunicabilidad.

¿Cómo se sale de esto? Conceptualmente es simple. Con una vigorosa inyección de sentido común y con una despiadada eliminación de los recursos innecesarios. Lo cual significa, naturalmente, que cada persona debería tener la facultad de activar sólo lo que le interesa (y no la fatiga de desactivar lo que no necesita) y que nadie, jamás, debería recibir comunicaciones indeseadas. ¿Difícil? No. Pero hace falta un profundo cambio de mentalidad y de hábitos.




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